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  • Foto del escritorPatricia Díaz-Inostroza

Mi ciudad y la Pandemia

Actualizado: 5 oct 2020

Hace ya varios años, escribí para mi librillo sobre la cultura viva, (y que se encuentra acá para libre disposición) un artículo sobre la ciudad como una red de relaciones sociales. En esa instancia decía que la ciudad en su conjunto, era el espacio territorial y social en el cual se desenvuelven los individuos colectivamente para satisfacer sus necesidades afectivas y materiales. Y que el sentido de lo urbano, que caracteriza nuestras ciudades modernas, tenía que ver con las relaciones que se establecen entre los ciudadanos.

Estas relaciones, además, eran despersonalizadas y efímeras, por lo cual, la misma comunidad urbana iba tejiendo, a través del tiempo y la experiencia compartida redes comunicacionales con alta carga simbólica que le darían sentido a la vivencia comunitaria. Ese material simbólico se convertiría en soporte de reconocimientos colectivos que habilitarían a los sujetos en su integración socio cultural. Desde su dimensión social y espacial, la ciudad, a su vez, establecería relaciones de poder que representaría a los sujetos pues supone provienen de sus propios mecanismos de intercambio de conocimiento e información. La acumulación de experiencias de vida comunitaria, la producción de referentes identificatorios, las historias de vida, la construcción y permanencia de material simbólico y sensible, el sentido de lo propio, asumido a través de lo heredado y lo tradicional. La ciudad, como construcción cultural, configuraría lo que denominamos identidad ciudadana (o local). El reconocimiento colectivo de dichos referentes legitimaría no sólo la territorialidad sino la particularidad del modo de sociabilidad que significa la ciudad propiamente tal. De allí el grado de pertenencia asumido por sus habitantes.



Desde esa reflexión, hoy me pregunto, qué ha sucedido con nuestra ciudad santiaguina o cualquiera otra del país, con esta excepcionalidad que se nos presenta por la pandemia del Covid19. Esta emergencia masiva que se nos instaló sorpresivamente como consecuencia de la globalidad hecha carne, desconfiguró nuestro ser ciudadano, porque la ciudad, con su movimiento febril cotidiano, desapareció, especialmente en los meses de mayo y junio, cuando los niveles de contagio del virus hicieron sonar todas las alarmas comunicacionales e institucionales. Nadie debe salir de sus hogares, es la consigna. El confinamiento o auto reclusión se presenta, además, como una forma lógica de supervivencia. El 2020, real, se convierte en un espacio de tiempo cinematográfico: El año en que vivimos en peligro. Las calles vacías, los negocios cerrados, las plazas de juegos sin niños, los mall convertidos en verdaderos bunker mirados desde afuera, los bares y las cafeterías abandonados por sus clientes y sus dueños, y las ferias persas esperando como un loop la llegada de ese domingo que no nunca es.

La ciudad pareciera que ya no nos sirve como refugio colectivo –primigenio concepto de origen- al contrario, la ciudad es peligrosa, y no solo por la delincuencia, pues esa es otra pandemia, pero venida de la injusticia social, no de lo sanitario. La ciudad habría que abandonarla, irse lejos, donde no hubiese otros. Porque esos otros podrían contaminarnos. Respirar cerca del otro resulta una afrenta y un despropósito, un arma mortal, como lo era mirar a los ojos, en el “Ensayo sobre la ceguera” de Saramago. Ni que hablar de darnos la mano, si ¡hasta los besos se encuentran prohibidos! ¿Quién iba a imaginar tal deshumanización, y en tan breve tiempo?. Qué momento más propicio para espíritus excluyentes, y más aún, para quienes ostentan el poder desde la intolerancia o el totalitarismo, presentándoseles motivos –que aplauden mayorías- para restringir libertades y reprimir. En virtud de la emergencia sanitaria se hacen presente, sin voces opositoras: La imposición del toque de queda; la prohibición de la libre circulación de las personas; las reuniones de todo tipo, (incluso familiares, se tratase de un funeral, matrimonio o cualquier rito humano); la prohibición de las fiestas; la práctica de deportes, los recitales de m en vivo; la libertad de trabajo.

Sí. Con todo eso, desaparece la ciudad, porque desaparecen las experiencias comunitarias y el intercambio de singularidades simbólicas. Ausentándose los afectos, como el compartir ciudadano en la tienda, el restorán, el estacionamiento, el saludo fraterno de la misa o de cualquier culto religioso, la caserita y el verdulero en la feria, el encuentro de las mascotas con sus dueños en la plazuela, o la masa de ciclistas furiosos tomándose las calles en afrenta a los automovilistas, y mucho, mucho más; se esfuma el sentido prioritario de la ciudad que es el con-vivir. Pues en esos actos del otro convertido en un nosotros nos da la visa de ciudadanía. Porque habitar una ciudad no es aquello de estar en un espacio de servicios, sino en un espacio de convivencia. Entonces, el espacio público tantas veces compartido y batallado, queda des-ocupado, vacío. Así, al desaparecer la ciudadanía, las personas se desvinculan y no pueden ejercer su propia libertad y con ello su identidad. La identidad es el conocerse y reconocerse con y en el otro. Volver al convivir y compartir la ciudad, los intereses individuales y colectivos, volverán a expresar sensibilidades estéticas y éticas, se reconocerán los símbolos y sus ejes históricos, se volverá a intercambiar los saberes, y los sentires, se reactivarán los usos de costumbres y ritos y se producirán otros, muchos otros. En suma, se abrirán nuevamente las posibilidades para el ejercicio de la espiritualidad de la comunidad.


Cuando acabe la pandemia, se dice que tendremos una nueva “normalidad” y que nunca volveremos a ser los mismos. Discrepo con esa aseveración tan repetida como simplista. Los chilenos y chilenas, como todo ciudadano y ciudadana del mundo, de cualquier lugar del planeta, volverá, como ser humano que es, a vivir su ciudad como durante siglos lo ha hecho, solo que esta vez más amorosamente y con más conciencia de su profundo valor.

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